Cuando pensamos en árboles, inmediatamente se disparan una serie de neurotransmisores que evocan imágenes, recuerdos, que marcan la relación que establecemos cada uno de nosotros con ellos. Los que vivieron una infancia cerca o en el campo, recordarán el sonido del viento entre sus hojas, el color del follaje en otoño, quizá el olor a tierra mojada; los más urbanitas puede que relacionen los árboles a enormes jardineras o espacios acotados como los parques urbanos etc. No importa, independientemente de la relación más o menos cercana con los árboles, siempre es positiva, sin duda, aún cuando no somos conscientes de ello. 

Los hay altos, bajos, frondosos, poderosos, perennes, caducos, flexibles, grandes, majestuosos, no se terminan los adjetivos cuando hablamos de árboles. Además de tener características físicas y/o de apariencia, cumplen una función imposible de sustituir, de hecho, la raza humana no podría realizar la fotosíntesis (absorción de dióxido de carbono para expulsar oxígeno y convertir la materia orgánica en alimento). El orden de las cosas y la importancia de los que están por debajo de la hegemonía humana parece que están evolucionando en un nuevo orden. Ya lo anunciaba Stefano Mancuso en su libro, Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal: «Las plantas podrían perfectamente vivir sin nosotros, en cambio nosotros sin ellas nos extinguiríamos en un breve período de tiempo. Es más, en el Planeta Tierra existe tan sólo un 0.3 % de vida animal frente a un 99.7 de vida vegetal».   Está visto y demostrado que la inteligencia vegetal existe, es real, hay una “intranet de las plantas” a través de la que se comunican y transmiten conocimientos, emiten avisos, se protegen y demás maravillas. Huelga reconocer que además previenen la erosión del suelo, nos alimentan con sus frutos, disminuyen la contaminación acústica, nos protegen del sol, nos refrescan, nos entregan su madera, embellecen el paisaje, son hogar de animales e insectos …

Vista y reconocida la importancia que merece el mundo vegetal y de los árboles, centrémonos en uno en especial: el Algarrobo. Una especie quizá poco conocida, que absorbe hasta diez veces más de dióxido de carbono que otros árboles y con un bagaje importantísimo, una historia ligada a su prolífica producción, convirtiendo a España en el primer exportador de harina de algarroba (las cosechas en territorio nacional pueden alcanzar las 80.000 toneladas anuales).  Es una especie muy rústica, perfectamente adaptada zonas de escasos recursos hídricos, ésto unido a su capacidad de absorción de CO2 ayuda en la restauración de suelos y la mitigación del cambio climático. 

Los agricultores de la Comunidad Valenciana tienen en marcha el proyecto Garrofa Viva (algarroba viva), con su propia Declaración de principios, que reconocen al algarrobo como protector ante la desertización, las inundaciones o los incendios forestales. Con todas estas características, Lanzarote es un lugar idóneo para que los algarrobos se conozcan más de lo que los conocemos actualmente y se potencie/apoye su plantación  y cultivo. Por cierto, ¿Qué es la algarroba? Pues una legumbre, con sabor parecido al chocolate (es la opción más elegida por la cocina vegana para sustituirlo), antiguamente las algarrobas se utilizaban para la alimentación de animales, hoy en día se incluye en la dieta humana con infinidad de posibilidades culinarias. En concreto, la harina de algarroba se saca de las vainas, no de la semilla. El proceso es algo entretenido, si bien, no complicado. Hay que separar vainas de semillas, humedecerlas, molerlas, pasarlas por un tamiz o similar y voilà, harina de algarroba para hacer deliciosos platos.